LA NUEVA EVANGELIZACIÓN. Joseph Ratzinger

LA NUEVA EVANGELIZACIÓN.  

Joseph Ratzinger

Conferencia pronunciada en el Congreso de catequistas y profesores de religión.

Roma 10-12-2000

Referencias:

Indice:

INTRODUCCIÓN

I. ESTRUCTURA Y MÉTODO DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN

  1. ESTRUCTURA
  2. EL MÉTODO

II. LOS CONTENIDOS ESENCIALES DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN

  1. CONVERSIÓN
  2. EL REINO DE DIOS
  3. JESUCRISTO
  4. LA VIDA ETERNA 

 


INTRODUCCIÓN

La vida humana no se realiza por sí misma. Nuestra vida es una cuestión abierta, un proyecto aún incompleto, que es preciso cumplir y realizar. La pregunta fundamental de cada hombre es: ¿Cómo se realiza este llegar a ser hombre? ¿Cómo se aprende el arte de vivir? ¿Cuál es el camino a la felicidad?

Evangelizar quiere decir mostrar ese camino, enseñar el arte de vivir. Jesús dice al inicio de su vida pública: he venido para evangelizar a los pobres (Cf. Lc 4,18). Esto significa: yo tengo la respuesta a vuestra pregunta fundamental; yo os muestro el camino de la vida, el camino que lleva a la felicidad; más aún: yo soy ese camino.

La pobreza más profunda es la incapacidad de alegría, el tedio de la vida considerada absurda y contradictoria. Esta pobreza se halla hoy muy extendida, con formas muy diversas, tanto en las sociedades materialmente ricas como en los países pobres. La incapacidad de alegría supone y produce la incapacidad de amar, produce la envidia, la avaricia.... todos los vicios que devastan la vida de las personas y del mundo. Por eso, tenemos necesidad de una nueva evangelización: si se desconoce el arte de vivir, todo lo demás ya no funciona. Pero ese arte no es objeto de la ciencia; sólo lo puede comunicar quien tiene la vida, aquel que es el Evangelio en persona.

I. ESTRUCTURA Y MÉTODO DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN

1. ESTRUCTURA

Antes de hablar de los contenidos fundamentales de la nueva evangelización quisiera decir algo sobre su estructura y el método adecuado. La Iglesia evangeliza siempre y nunca ha interrumpido el camino de la evangelización. Celebra cada día el Misterio Eucarístico, administra los Sacramentos, anuncia la Palabra de vida, la Palabra de Dios, trabaja por la justicia y la caridad. Y esta evangelización produce fruto: da luz y alegría; da el camino de la vida a muchas personas. Muchos otros viven, a menudo sin saberlo, de la luz y del calor resplandeciente de esta evangelización permanente. Sin embargo, observamos un proceso progresivo de descristianización y de pérdida de los valores humanos esenciales, que resulta preocupante. Gran parte de la humanidad de hoy no encuentra en la evangelización permanente de la Iglesia el Evangelio, es decir, la respuesta convincente a la pregunta: ¿Cómo vivir? 

Por eso buscamos, además de la evangelización permanente —que nunca ha sido interrumpida ni debe serlo—, una nueva evangelización, capaz de alcanzar a aquel mundo que no encuentra acceso a la evangelización ”clásica". Todos están necesitados del Evangelio. El Evangelio está destinado a todos y no sólo a un grupo determinado, y por eso estamos obligados a buscar nuevos caminos para llevar el Evangelio a todos.

Sin embargo, aquí se oculta también una tentación: la tentación de la impaciencia, la tentación de buscar rápidamente el gran éxito, de buscar los grandes números. Y este no es el método de Dios. 

Para el Reino de Dios, y por tanto para la evangelización, que es instrumento y vehículo del Reino de Dios, es válida siempre la parábola de la semilla de mostaza (Cf. Mc 4,31-32). El Reino de Dios vuelve a comenzar siempre bajo este signo. Nueva evangelización no puede querer decir: Atraer inmediatamente con nuevos métodos, más refinados, a las grandes masas que se han alejado de la Iglesia.

No, no es ésta la promesa de la nueva evangelización. Nueva evangelización quiere decir: no contentarse con el hecho de que de la semilla de mostaza haya crecido el gran árbol de la Iglesia universal; no pensar que baste el hecho de que en sus ramas pueden anidar muy diversas aves; sino atreverse de nuevo, con la humildad de la pequeña semilla, dejando que Dios decida cuándo y cómo crecerá (Cf. Mc 4,26-29). Las grandes cosas comienzan siempre de una pequeña semilla y los movimientos de masas son siempre efímeros. En su visión del proceso de la evolución, Teilhard de Chardin habla del ”blanco de los orígenes": el inicio de las nuevas especies es invisible, no lo puede encontrar la investigación científica. Las fuentes están ocultas, son demasiado pequeñas. En otras palabras: las grandes realidades comienzan con humildad.

Dejamos a un lado si Teilhard tiene razón, y hasta qué punto, con sus teorías evolucionistas. La ley de los orígenes invisibles expresa una verdad presente precisamente en el actuar de Dios en la historia. "No te he elegido por ser grande; al contrario, eres el más pequeño de los pueblos; te he elegido porque te amo...", dice Dios al pueblo de Israel en el Antiguo Testamento y así expresa la paradoja fundamental de la historia de la salvación: ciertamente, Dios no cuenta con grandes números; el poder exterior no es el signo de su presencia.

Gran parte de los parábolas de Jesús indican esta estructura de la acción divina y de esta forma sale al paso de las preocupaciones de los discípulos, los cuales esperaban del Mesías éxitos y señales muy diferentes: éxitos del tipo que ofrece Satanás al Señor: "Todo esto —todos los reinos  del mundo— te daré..." (Mt 4,9).

Cierto que San Pablo, al final de su vida, tenía la impresión de haber llevado el Evangelio hasta los confines de la tierra, pero los cristianos eran pequeñas comunidades dispersas por el mundo, insignificantes según los criterios humanos. En realidad fueron la levadura que penetra en la masa y llevaron en su interior el futuro del mundo (Cf. Mt 13,33).

Un antiguo proverbio reza: "Éxito no es un nombre de Dios". La nueva evangelización debe someterse al Misterio de la semilla de mostaza y no pretender producir rápidamente el gran árbol. Nosotros o vivimos con excesiva seguridad en el gran árbol ya existente o en la impaciencia de tener un árbol más grande, más vital. Debemos, por el contrario, aceptar el Misterio de que la Iglesia es al mismo tiempo un gran árbol y una pequeñísima semilla. En la historia de la salvación siempre es simultáneamente Viernes santo y Domingo de Pascua.

2. EL MÉTODO

De esta estructura de la nueva evangelización deriva también el método adecuado. Ciertamente, debemos usar razonablemente los métodos modernos para que se nos escuche; o, mejor, para hacer accesible y comprensible la voz del Señor. No buscamos atención para nosotros, no queremos aumentar el poder y la extensión de nuestras instituciones, sino servir al bien de las personas y de la humanidad, dando espacio a Aquel que es la Vida.

Esta renuncia al propio yo, ofreciéndolo a Cristo para la salvación de los hombres, es la condición fundamental del verdadero compromiso por el Evangelio:

"Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viniese en su propio nombre, a ese lo recibiríais", dice el Señor (Jn 5,43). El signo contrario del anticristo es su hablar en nombre propio. El signo del Hijo es su comunión con el Padre. El Hijo nos introduce en la comunión trinitaria, en el círculo del amor eterno, cuyas personas son "relaciones puras", el puro acto de entregarse y de acogerse.

El designio trinitario, visible en el Hijo, que no habla en su nombre, muestra la forma  de  vida  del  verdadero  evangelizador; más  aún,  evangelizar  no  es simplemente una forma de hablar, sino una forma de vivir: vivir en la escucha y hacerse voz del Padre. "No hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga" (Jn 16,13),  dice  el  Señor  sobre  el  Espíritu  Santo.  Esta  forma  cristológica  y pneumatológica de la evangelización es al mismo tiempo una forma eclesiológica: el Señor y el Espíritu construyen la Iglesia, se comunican en la Iglesia. El anuncio de Cristo, el anuncio del Reino de Dios, supone la escucha de su voz en la voz de la Iglesia. "No hablar en nombre propio" significa hablar en la misión de la Iglesia.

De esta ley de renuncia al yo se siguen consecuencias muy prácticas. Todos los métodos razonables y moralmente aceptables se han de estudiar; es un deber usar estas posibilidades de comunicación

Pero las palabras y todo el arte de la comunicación no pueden conquistar a la persona humana en aquella la profundidad a la que debe llegar el Evangelio. Hace pocos años leí la biografía de un óptimo sacerdote de nuestro siglo, don Dídimo, párroco de Bassano del Grappa. En sus apuntes se encuentran palabras de oro, fruto de una vida de oración y meditación. A propósito de lo que estamos tratando, dice don Dídimo, por ejemplo: "Jesús predicaba de día y oraba de noche". Con esta breve noticia quería decir: Jesús debía conseguir de Dios a los discípulos. Esto mismo es válido siempre. No podemos ganar nosotros a los hombres. Debemos obtenerlos de Dios para Dios. Todos los métodos están vacíos sin el fundamento de la oración. La palabra del anuncio debe siempre sumergir en una intensa vida de oración.

Debemos dar un paso más. Jesús predicaba de día y oraba de noche, pero eso no es todo. Su vida entera —como lo muestra bellamente el Evangelio de san Lucas— fue un camino hacia la cruz, una ascensión hacia Jerusalén. Jesús no ha redimido el mundo con palabras hermosas, sino con su sufrimiento y su muerte. Su pasión es la fuente inagotable de vida para el mundo; la pasión da fuerza a su palabra.

El Señor mismo, extendiendo y ampliando la parábola de la semilla de mostaza, formuló esta ley de fecundidad en parábola del grano de trigo que, caído en tierra, muere (cf. Jn 12,24). También esta ley es válida hasta el fin del mundo y — junto con el misterio de la semilla de mostaza—, es fundamental para la nueva evangelización. Toda la historia lo demuestra. Sería fácil demostrarlo en la historia del cristianismo. Quiero recordar aquí solamente el inicio de la evangelización en la vida de san Pablo. El éxito de su misión no fue fruto de la retórica o de la prudencia pastoral; su fecundidad dependió de su sufrimiento, de su comunión con Cristo en la pasión (Cf. 1 Cor 2,1-5; 2 Cor 5,7; 11; 10s; 11,30; Gal 4,12-14). "No se dará otro signo que el signo del profeta Jonás" (Lc 1,29), dijo el Señor. El signo de Jonás es Cristo crucificado. Son los testigos los que completan "lo que falta a la pasión de Cristo" (Col 1,24). En todas las épocas de la historia se han cumplido siempre las palabras de Tertuliano: la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos.

San Agustín dice lo mismo de modo muy hermoso, interpretando Juan 21, donde la profecía del martirio de san Pedro y el mandato de apacentar, es decir, la institución de su primado, están íntimamente relacionados (Cf. Jn 21,16). San Agustín lo comenta así: "Apacienta mis ovejas, es decir, sufre por mis ovejas" (Sermón 32: PL 2, 640). Una madre no puede dar a luz un niño sin sufrir. Todo parto implica sufrimiento, es sufrimiento, y llegar a ser cristiano es un parto.

Digámoslo una vez más con palabras del Señor: "El Reino de Dios exige violencia" (Cf. Mt 11,12; Lc 10,16), pero la violencia de Dios es el sufrimiento, es la cruz. No podemos dar vida a otros sin dar nuestra vida. El proceso de renuncia al yo, al que me he referido antes, es la forma concreta, expresada de muchas formas diversas, de dar la propia vida. Y pensemos en las palabras del Salvador: "Quien pierda su vida por mi y por el Evangelio, la salvará" (Mc 8,35).


II. LOS CONTENIDOS ESENCIALES DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN

1. CONVERSIÓN

Por lo que atañe a los contenidos de la nueva evangelización conviene ante todo tener presente que el Antiguo Testamento y el Nuevo son inseparables. El contenido fundamental del Antiguo Testamento está resumido en el mensaje de san Juan Bautista: "¡Convertíos!". No existe acceso a Jesús sin el Bautista; no hay posibilidad de llegar a Jesús sin responder a la llamada del precursor. Más aún, Jesús asumió el mensaje de Juan en la síntesis de su propia predicación: "Convertíos y creed en el Evangelio" (Mc 1,15).

La palabra griega para decir "convertirse" significa: cambiar de mentalidad, poner en tela de juicio el propio y el común modo de vivir; dejar entrar a Dios en los criterios de la propia vida; no juzgar más simplemente según las opiniones corrientes. Convertirse significa, en consecuencia, no vivir como viven todos, no hacer como hacen todos, no sentirse justificados en acciones dudosas, ambiguas o malvadas, por el hecho de que los demás hacen lo mismo; comenzar a ver la propia vida con los ojos de Dios; buscar, por tanto, el bien, aunque sea incómodo; no estar pendientes del juicio de la mayoría, de los demás, sino del juicio de Dios. En otras palabras, buscar un nuevo estilo de vida, una vida nueva.

Todo esto no significa moralismo. Quien reduce el cristianismo a la moralidad pierde de vista la esencia del mensaje de Cristo: el don de una nueva amistad, el don de la comunión con Jesús y, por tanto, con Dios. Quien se convierte a Cristo no entendería ser autosuficiente moralmente, no pretenderá con sus propias fuerzas construir su propia bondad. "Conversión" (metanoia) significa precisamente lo contrario: salir de la autosuficiencia, descubrir y aceptar la propia indigencia, la necesidad de los otros y del Otro, de su perdón, de su amistad. La vida que no se ha convertido es auto-justificación (yo no soy peor que los demás); la conversión es la humildad de confiarse al amor del Otro, amor que se convierte en medida y criterio de mi propia vida.

Aquí debemos tener presente también el aspecto social de la conversión. Ciertamente, la conversión es ante todo un acto personalísimo, es personalización. Me aparto de la máxima "vivir como todos" (ya no me siento justificado por el hecho de que todos hagan lo mismo que yo), y encuentro delante de Dios mi propio yo, mi responsabilidad personal. Pero la verdadera personalización es siempre también una socialización nueva y más profunda. El yo se abre de nuevo al tú, en toda su profundidad, y así nace un nuevo nosotros.

Si  el  estilo  de  vida  común  en  el  mundo  implica  el  peligro  de  la despersonalización, de vivir no mi propia vida sino la de todos los demás, en la conversión debe realizarse un nuevo "Nosotros" del caminar común con Dios. Anunciando la conversión debemos ofrecer también una comunidad de vida, un espacio común del nuevo estilo de vida. No se puede evangelizar sólo con palabras. El Evangelio crea vida, crea comunidad de camino. Una conversión puramente individual no tiene consistencia.

2. EL REINO DE DIOS

En la llamada a la conversión está implícito, como su condición fundamental, el anuncio del Dios vivo. El teocentrismo es fundamental en el mensaje de Jesús y debe ser también el corazón de la nueva evangelización. La palabra clave del anuncio de Jesús es: Reino de Dios. Pero reino de Dios no es una cosa, una estructura social o política, una utopía. El reino de Dios es Dios.

Reino de Dios quiere decir: Dios existe. Dios vive. Dios está presente y actúa en el mundo, en nuestra vida, en mi vida. Dios no es una "causa última" lejana. Dios no es el "gran arquitecto" del deísmo, que montó la máquina del mundo y que ahora está fuera. Al contrario, Dios es la realidad más presente y decisiva en cada acto de mi vida, en cada momento de la historia.

En la conferencia de despedida de su cátedra en la universidad de Münster, el teólogo J. B. Metz dijo cosas no esperadas de su boca. En el pasado, Metz había abogado por el antropocentrismo: el verdadero acontecimiento del cristianismo sería el giro antropológico, la secularización, el descubrimiento de la secularidad del mundo. Después abogó por la teología política, la índole política de la fe. Más tarde por la "memoria peligrosa". Y, finalmente, por la teología narrativa. 

Después de este camino largo y difícil, hoy nos dice: el verdadero problema de nuestro tiempo es ”la crisis de Dios”, la ausencia de Dios, escondida detrás de una religiosidad vacía.

La teología debe volver a ser realmente teo-logía, un hablar de Dios y con Dios. Metz tiene razón. Lo "único necesario" “un mm necessarium") para el hombre es Dios. Todo cambia dependiendo si Dios existe o si no existe. Por desgracia, también nosotros, los cristianos, vivimos a menudo como si Dios no existiera (“si Deus non daretur”). Vivimos según el eslogan: Dios no existe y, si existe, no importa. Por eso, la evangelización ante todo debe hablar de Dios, anunciar al único Dios verdadero: el Creador, el Santificador, el Juez (cf. El Catecismo de la Iglesia Católica).

También aquí es preciso tener presente el aspecto práctico. No se puede dar a conocer a Dios únicamente con palabras. No se conoce a una persona cuando sólo se tienen de ella referencias de segunda mano. Anunciar a Dios es introducir en la relación con Dios: enseñar a orar. La oración es fe en acto. Y sólo en la experiencia de la vida con Dios aparece también la evidencia de su existencia. Por eso son tan importantes  las  escuelas  de  oración,  las  comunidades  de  oración.  Son complementarias la oración personal (”en tu propio aposento”, solo en la presencia de Dios), la oración común "paralitúrgica" (”religiosidad popular”) y la oración litúrgica. Sí, la liturgia es ante todo oración. Su elemento específico es que su sujeto primario no somos nosotros (como en la oración privada y en la religiosidad popular), sino Dios mismo. La liturgia es acción divina, Dios actúa y nosotros respondemos a su acción.

Hablar de Dios y hablar con Dios deben ir siempre juntos. El anuncio de Dios lleva a la comunión con Dios en la comunión fraterna, fundada y vivificada por Cristo. Por eso la liturgia (los sacramentos) no es un tema “al lado de" la predicación del Dios vivo, sino la realización de nuestra relación con Dios.

Permitidme, en este contexto, una observación general sobre la cuestión litúrgica. Con frecuencia nuestro modo de celebrar la liturgia es demasiado racionalista. La liturgia se convierte en enseñanza, cuyo criterio es: hacerse entender. Eso, no pocas veces,  tiene como consecuencia la banalización del misterio, el predominio de nuestras palabras, la repetición de una serie de ideas que parecen más accesibles y más gratas a la gente. Pero esto es un error no sólo teológico, sino también psicológico y pastoral.

La ola de esoterismo, la difusión de técnicas asiáticas de relajación y de auto- vaciamiento muestran que en nuestras liturgias falta algo. Precisamente en el mundo actual necesitamos del silencio, del misterio que está más allá del individuo, de la belleza. La liturgia no es una invención del sacerdote celebrante o de un grupo de especialistas. La liturgia —el rito— se ha desarrollado en un proceso orgánico a lo largo de los siglos. Lleva en sí el fruto de la experiencia de fe de todas las generaciones.

Aunque los participantes tal vez no comprendan todas las palabras concretas, perciben su significado profundo, la presencia del misterio, que trasciendo todas las palabras. El celebrante no es el centro de la acción litúrgica; no está delante del pueblo en su nombre propio, no habla de sí y por sí, sino "ir persona Christi". Lo que cuenta no son las cualidades personales del celebrante, sino sólo su fe, en la que Cristo se hace perceptible. "Conviene que él crezca y yo disminuya" (Jn 3, 30).

3. JESUCRISTO

Con esta reflexión el tema de Dios ya se ha extendido y concretado en el tema de Jesucristo. Sólo en Cristo y por medio de Cristo el asunto "Dios" se hace realmente concreto: Cristo es el Emmanuel, el Dios con nosotros, la concreción del "Yo soy", la respuesta al Deísmo. Hoy es muy fuerte la tentación de reducir a Jesucristo, el Hijo de Dios, sólo a un Jesús histórico, a un mero hombre. No se niega necesariamente su divinidad, pero con ciertos métodos se destila de la Biblia un Jesús a nuestra medida, un Jesús posible y comprensible en los parámetros de nuestra historiografía. Pero este "Jesús histórico" es un artificio, la imagen de sus autores y no la imagen del Dios vivo (Cf. 2 Cor 4,4s.; Col 1,15).

No, el Cristo de la fe no es un mito. El llamado "Jesús histórico" sí es una figura mitológica, inventada por diversos intérpretes. Los doscientos años de historia del "Jesús histórico" reflejan fielmente la historia de las filosofías y de las ideologías de este periodo. En los límites de esta conferencia me es imposible tratar los contenidos del anuncio del Salvador.

Sólo quisiera aludir brevemente a dos aspectos importantes. El primero es el seguimiento de Cristo. Cristo se ofrece como camino de mi vida. Seguimiento de Cristo no significa imitar al hombre Jesús. Ese intento fracasaría necesariamente; sería un anacronismo. El seguimiento de Cristo tiene una meta mucho más elevada: unirse con Cristo, es decir, llegar a la unión con Dios.

Lo que acabo de decir, ta1 vez suene extraño a los oídos del hombre moderno. Pero, en realidad, todos tenemos sed de infinito, de una libertad infinita, de una felicidad sin límites. La entera historia de las revoluciones de los últimos dos siglos se explica sólo así. La droga se explica sólo así. El hombre no se contenta con soluciones que queden por debajo de la divinización. Pero todos los caminos ofrecidos por la "serpiente" (Cf. Gn 3,5), es decir, por la sabiduría mundana, fracasan. El único camino es la comunión con Cristo, realizable en la vida sacramental. Seguir a Cristo no es un asunto de moralidad, sino un tema "mistérico", un conjunto de acción divina y respuesta nuestra.

Así encontramos presente, en el tema del seguimiento, el otro centro de la cristología al que quería aludir: el misterio pascual, la cruz y la resurrección. En las reconstrucciones del "Jesús histórico", normalmente el tema de la cruz carece de significado. En una interpretación "burguesa" se mira como un accidente de por sí evitable, sin valor teológico; en una interpretación "revolucionaria" se convierte en la muerta heroica de un rebelde. La verdad es muy diferente. La cruz pertenece al misterio divino; es expresión de su amor hasta el extremo (Cf. Jn 13,1). El seguimiento de Cristo es participación en su cruz, unirse a su amor, a la transformación de nuestra vida, que se convierte en nacimiento del hombre nuevo, creado según Dios (Cf. Ef 4,24). Quien omite la cruz, omite la esencia del cristianismo (Cf. 1 Cor 2,2).

4. LA VIDA ETERNA

Un último elemento central de toda verdadera evangelización es la vida eterna. Hoy, en la vida diaria, debemos anunciar con nueva fuerza nuestra fe. Aquí quisiera sólo aludir a un aspecto a menudo descuidado actualmente de la predicación de Jesús: el anuncio del reino de Dios es anuncio del Dios presente, del Dios que nos conoce, que nos escucha; del Dios que entra en la historia para hacer justicia.

Esta predicación es, por eso mismo, anuncio del juicio, anuncio de nuestra responsabilidad. El hombre no puede hacer o dejar de hacer lo que le apetezca. Será juzgado. Debe rendir cuentas. Esta certeza tiene valor tanto para los poderosos como para los sencillos. Donde esta certeza es valorada, se ponen los límites de todo poder de este mundo. Dios hace justicia, y al final sólo él puede hacerla. Nosotros lograremos hacer justicia en la medida que seamos capaces de vivir en presencia de Dios y de comunicar al mundo la verdad del juicio. De esta forma, el artículo de fe sobre el juicio, su fuerza en la formación de las conciencias, es un contenido central del Evangelio y es realmente una buena nueva. Lo es para todos los que sufren bajo la injusticia del mundo y buscan la justicia. Se comprende también así la conexión entre el Reino de Dios y los "pobres", los que sufren y todos aquellos de los que hablan las Bienaventuranzas del Sermón de la Montaña. Están protegidos por la certeza del juicio, por la certeza de que hay justicia.

Éste es el verdadero contenido del artículo sobre el juicio, sobre Dios juez: hay justicia. Las injusticias del mundo no son la última palabra de la historia. Hay justicia. Sólo quien no quiera que haya justicia puede oponerse a esta verdad. Si tomamos en serio el juicio y la grave responsabilidad que de él brota para nosotros, comprenderemos bien el otro aspecto de este anuncio, es decir, la redención, el hecho de que Jesús en la cruz asume nuestros pecados; que Dios mismo en la pasión del Hijo se hace nuestro abogado, de nosotros pecadores, y así posibilita la penitencia y la esperanza al pecador arrepentido, esperanza expresada de modo admirable en las palabras de san Juan. Ante Dios tranquilizaremos nuestra conciencia, sea lo que sea lo que ella nos reproche. "Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo" (Jn 3,19s).

La bondad de Dios es infinita, pero no la debemos reducir a una cosa afectada y empalagosa, sin verdad. Sólo creyendo en el justo juicio de Dios, sólo teniendo hambre y sed de justicia (Cf. Mt 5,6) abrimos nuestro corazón, nuestra vida, a la misericordia divina. Es claro: no es verdad que la fe en la vida eterna haga insignificante la vida en la tierra. Al contrario, sólo si la medida de nuestra vida es la eternidad, también esta vida en la tierra es grande y su valor es inmenso.

Dios no es el rival de nuestra vida, sino el garante de nuestra grandeza. Así volvemos a nuestro punto de partida: Dios. Si consideramos bien el mensaje cristiano, no hablamos de un montón de cosas. El mensaje cristiano es en realidad muy sencillo: hablamos de Dios y del hombre, y así lo decimos todo.



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