¿Dónde está la «novedad» de la nueva evangelización? Mons Octavio Ruíz Arenas

L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de agosto de 2012, pp. 4 ss.


Nuestra tarea no es anunciar un mensaje nuevo, sino una evangelización nueva «en su ardor, en sus métodos y en su expresión». 
Evangelización «nueva» implica mostrar el verdadero camino para encontrar a Cristo, que viene a dar respuesta a las inquietudes más profundas del ser humano, y a indicar cuál es el verdadero sentido de nuestra existencia; él es el único capaz de destruir la pobreza más profunda que puede tener el hombre: el tedio de la vida considerada absurda

La nueva evangelización no consiste en anunciar un mensaje nuevo, distinto al de siempre, ni tampoco en utilizar simplemente nuevas estrategias o métodos novedosos y llamativos para atraer a la gente. En realidad se trata de volver al «amor primero» del que nos habla el libro del Apocalipsis, cuando reprocha a la Iglesia de Éfeso: «Pero tengo contra ti que has perdido tu amor de antes» (Ap 2, 4). La nueva evangelización debe estar encaminada a hacer posible que el hombre y la mujer de esta sociedad secularizada vuelvan a sentir la alegría de la presencia y de la cercanía del amor de Dios en sus vidas. Se trata de volver a la frescura misma del Evangelio, para dejarse sorprender y maravillar por la palabra de Jesús, como sucedió cuando inició su vida pública, que la gente que lo escuchaba se preguntaba: «¿Qué es esto? Una doctrina nueva, expuesta con autoridad» y se maravillaban de los gestos que hacía Jesús (cf. Mc 1, 27). Sus palabras resultaban no sólo nuevas sino además eficaces. Pero, no era sólo su modo de decir, o de hacer, lo que marcaba la novedad; era la persona misma de Jesús: el Verbo de Dios hecho carne, la irrupción de Dios en nuestra existencia. Es, por lo tanto, él mismo el que siempre permanece nuevo para toda la humanidad y, por la gracia del Espíritu Santo, sus palabras son siempre actuales.

La novedad, entonces, tenemos que buscarla en primer lugar en el Evangelio mismo que se anuncia: es la «Buena Nueva», la proclamación llena alegría de «la llegada del reino de Dios prometido desde hacía siglos en las Escrituras » (Lumen gentium, 5). Por eso al nacer Jesús en el humilde pesebre de Belén, el ángel dijo a los pastores: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor» (Lc 2, 10-11). La Buena Nueva es entonces el anuncio del misterio Pascual de Cristo, de su muerte y resurrección, que desde la era apostólica la Iglesia ha anunciado con fidelidad a todo el mundo (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 571).

La nueva evangelización, por consiguiente, debe estar encaminada hacia una renovada escucha de la Palabra de Dios, para hacer irradiar la frescura, la novedad perenne, podríamos decir, la fascinación del Evangelio. Se trata entonces de redescubrir en la vida cristiana el puesto central de esa Palabra divina, como fuente de vida y de alegría, fundamento de nuestra fe y de nuestra esperanza (cf. Benedicto XVI, exhortación apostólica Verbum Domini, nn. 96, 122, 123).

Si la Iglesia quiere hacer una presencia efectiva en el mundo de hoy y cumplir su tarea evangelizadora tiene entonces que ser misionera; pero para ser misionera tiene que ser necesariamente una comunidad de discípulos, que se sienta a los pies de su Maestro y beba de la rica fuente de su Palabra para salir a anunciar el Evangelio. Por esta razón Benedicto XVI recalca en la necesidad de que «la Palabra se convierta en su alimento para que, por propia experiencia, vea que las palabras de Jesús son espíritu y vida (cf. Jn 6, 63). De lo contrario, ¿cómo van a anunciar un mensaje cuyo contenido y espíritu no conocen a fondo? Hemos de fundamentar nuestro compromiso misionero y toda nuestra vida en la roca de la Palabra de Dios» (Benedicto XVI, Discurso inaugural de la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe, Aparecida 2007, n. 3: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de mayo de 2007, p. 10). Esto sería muy claro si cada cristiano pudiera anunciar a los otros de qué lo ha salvado Cristo, es decir, dar testimonio de que Jesús «hace nueva» y transforma, la realidad de quien lo acoge (cf. Pablo VI, exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 18).

Teniendo en cuenta lo anterior, la novedad entonces no significa algo desde el punto de vista temporal, como aquello que surge o aparece por primera vez, sino más bien desde lo cualitativo, como algo novedoso en cuanto se presenta de manera atrayente, maravilloso, lleno de vida. Evangelización «nueva» en el sentido de mostrar el verdadero camino para encontrar a Cristo, que viene a dar respuesta a las inquietudes más profundas del ser humano, y a indicar cuál es el verdadero sentido de nuestra existencia; más aún, como lo expresaba el cardenal Ratzinger, se trata de entregar a Cristo mismo, puesto que él es el camino (cf. Jn 14, 6) y el único capaz de destruir la pobreza más profunda que puede tener el hombre, que consiste en la incapacidad de alegría, en el tedio de la vida considerada absurda y contradictoria, y esto sólo lo puede comunicar quien tiene la vida, el que es el Evangelio en persona (cf. Joseph Ratzinger, La nueva evangelización, conferencia pronunciada en el Congreso de catequistas y profesores de religión, Roma, 10 de diciembre de 2000). En este sentido, como lo decía ya el Papa Pablo VI, la Iglesia que evangeliza «debe comenzar por ser ella misma evangelizada» (Pablo VI, exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 15).

Pero, por otra parte, esa novedad debe estar profundamente arraigada en el corazón de quien hace el anuncio y proclama la Palabra. Para realizar la nueva evangelización tenemos que dejarnos impregnar por Cristo, tenemos que tener ese «corazón nuevo y espíritu nuevo» del que hablaba el profeta Ezequiel (cf. 36, 25-28). Más aún, el «espíritu nuevo» que aparece en ese texto no es algo distinto al Espíritu de Dios mismo, que se nos da en el Bautismo, para que podamos nacer a una nueva existencia, en la que dejemos atrás la obstinación al mal, la indiferencia, la soberbia, el individualismo y lleguemos a despojarnos del hombre viejo con sus obras y revestirnos del «hombre nuevo» (cf. Col 3, 9-10), con un corazón nuevo, un corazón de carne que, animado por el Espíritu Santo, nos impulse a actuar por amor (cf. Rm 5, 5). Sólo así se hace realidad la invitación que Jesús hacía a Nicodemo —y que nos hace a todos nosotros— de «nacer de nuevo» (cf. Jn 3, 1-8), es decir, de abrirnos a la acción del Espíritu Santo, de convertirnos, de renunciar al pecado y a la lejanía de Dios, y de entrar en una relación de amistad y de amor filial con Dios.

En otras palabras, la nueva evangelización es una llamada a la conversión y a la esperanza, que se apoya en las promesas de Dios y que tiene como certeza inquebrantable la Resurrección de Cristo, primer anuncio y raíz de toda evangelización, fundamento de toda promoción humana, principio de toda auténtica cultura cristiana (cf. Juan Pablo II, Discurso inaugural de la IV Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe, Santo Domingo, 1992, n. 25). De ahí, por consiguiente, que el componente fundamental de la nueva evangelización sea cristológico, ya que en Cristo se hacen nuevas todas las cosas (cf. Ap 21, 5).

Si logramos ese cambio radical, lograremos llenarnos del gozo de la cercanía de Dios en nuestra vida, descubriremos la presencia de Cristo a nuestro lado, y nos llenaremos de una alegría incontenible, que nos debe llevar a compartirla con los demás. Para hacer nueva evangelización, la persona ha de estar enteramente enamorada del Señor, ha de ser alguien que sacia su sed de Dios con la Palabra de Cristo, como lo hizo la mujer samaritana. En ese episodio de la vida de Jesús vemos que él no viene jamás a quitarnos algo, sino por el contrario a darnos el don de Dios, a envolvernos en su amor. En realidad Cristo está sediento por colmar nuestra sed; y si lo aceptamos nos saciaremos de su Espíritu y, como la samaritana, saldremos a proclamar su mensaje (cf. Jn 4, 29). «¡Qué importante es descubrir en la actualidad que sólo Dios responde a la sed que hay en el corazón de todo ser humano!» (Benedicto XVI, exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini, 23).

El componente fundamental de la nueva evangelización debe ser cristológico, ya que en Cristo se hacen nuevas todas las cosas.

Ahora bien, la Palabra de Dios muestra su novedad permanente también por el hecho de que, al dirigirse a cada uno de nosotros, tiene en cuenta el carácter histórico de nuestra realidad y continúa encarnándose en el hoy de la historia, por lo cual nos llama a escuchar el clamor de las personas, con sus gozos y esperanzas, y a estar atentos a las nuevas realidades en las que vivimos, a discernir y responder a los nuevos signos de los tiempos y a mirar con atención la cultura en la que estamos inmersos, para poder inculturar el Evangelio. De esta manera la nueva evangelización debe conducir de nuevo a un diálogo entre fe y cultura, para buscar respuesta a las nuevas situaciones que vivimos y ofrecerles la fe como un elemento iluminador.

El Papa Juan Pablo II, para explicar los parámetros en los cuales se enmarca la nueva evangelización acuñó unas expresiones que se tornaron clásicas al referirse al nuevo impulso misionero que debe tener la tarea evangelizadora: «nueva en su ardor, en sus métodos y en su expresión» (Discurso a la Asamblea del CELAM, Haití, 9 de marzo de 1983).

Nueva en su ardor: se trata del entusiasmo, la alegría, el vigor y la convicción con los que se anuncia el Evangelio. La clave está en que quien hace el anuncio de Cristo sea un «hombre nuevo», alguien que haya aceptado la conversión y esté profundamente unido a él para lograr la santidad. Este nuevo ardor es volver a predicar como lo hicieron los primeros discípulos que, siendo hombres muy sencillos, transformaron el mundo, es decir, con lo que el lenguaje neotestamentario llama la «parresia» (cf. Hch 5, 28-29): la valentía para no callar la verdad, la audacia para ir hacia aquellos que hasta el momento no quieren escuchar, el obrar impulsados por el fuego del amor divino, como lo hicieron el apóstol san Pablo y los mártires del inicio de la Iglesia, que no se acobardaron ante los azotes, la cárcel o la muerte misma.

Ese nuevo ardor hace referencia también al entusiasmo y la alegría con los que se debe anunciar el Evangelio y con los que se ha de dar testimonio de la presencia de Cristo en la vida del evangelizador, es decir, algo similar a lo que experimentaron los discípulos de Emaús, quienes después de escuchar a Jesús en el camino y después de reconocerlo, en el partir el pan, hizo que se preguntaran: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24, 32) y presurosos regresaron a Jerusalén para comunicar lo acaecido. Los obispos en Aparecida decían: «Aquí está el reto fundamental que afrontamos: mostrar la capacidad de la Iglesia para promover y formar discípulos y misioneros que respondan a la vocación recibida y comuniquen por doquier, por desborde de gratitud y alegría, el don del encuentro con Jesucristo» (Documento de Aparecida, 14).

Nueva en sus métodos: se trata de una verdadera renovación pastoral, para dejar de lado los métodos ya caducos, para buscar la calidad y la profundidad en el modo de anunciar el Evangelio, poniendo en marcha verdaderos procesos evangelizadores, como lo hizo Jesús con sus discípulos, pero utilizando las herramientas de comunicación de la actualidad. Nuevos métodos significa igualmente poner todo lo que esté a nuestro alcance para pasar de una pastoral de conservación a una pastoral misionera, que salga al encuentro de los alejados y, en fidelidad al Espíritu Santo, busque responder con valentía y audacia a los desafíos que se presentan para el cumplimiento de la misión de la Iglesia. De ahí la necesidad de una gran creatividad y, como dice el documento de Aparecida, de una «conversión pastoral», que tenga muy en cuenta el contexto histórico en el que vive la Iglesia, lo cual debe llevar a vivir y promover una espiritualidad de comunión y participación, en la que se dé amplio espacio al dinamismo de los laicos para que ejerzan su liderazgo y su responsabilidad eclesial, lo mismo que los jóvenes (cf. Documento de Aparecida, 365-372). Hacer que los seglares en general se sientan involucrados en la labor misionera de la Iglesia es un aspecto que la Iglesia ha recalcado en sus últimos documentos y que forma parte del dinamismo renovado de sus métodos. En efecto, los fieles laicos, en comunión con sus obispos, han de convertir su vida diaria en un testimonio luminoso y convincente del Evangelio, haciendo de la familia una auténtica «comunidad evangelizadora», para demostrar cómo la fe cristiana constituye la única respuesta válida a los problemas y esperanzas que la vida presenta a cada persona y sociedad (cf. Juan Pablo II, exhortación apostólica Christifideles laici, 34. 51).

El poner en marcha nuevos métodos exige, por consiguiente, humildad para evaluar con gran atención el modo como se está llevando la acción pastoral y analizar si las estructuras actuales responden a las exigencias y desafíos del presente.

En la era digital en la que nos encontramos hay que tener en cuenta, como nos dice Benedicto XVI, que «las nuevas tecnologías no modifican sólo el modo de comunicar, sino la comunicación en sí misma, por lo que se puede afirmar que nos encontramos ante una vasta transformación cultural. Junto a ese modo de difundir información y conocimientos, nace un nuevo modo de aprender y de pensar, así como nuevas oportunidades para establecer relaciones y construir lazos de comunión» (Benedicto XVI, Mensaje para la XLV Jornada mundial de las comunicaciones sociales, 24 de enero de 2011: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de enero de 2011, p. 2). En este sentido es necesario que la Iglesia comience a saber utilizar esos medios de comunicación y las redes sociales, a través de los cuales puede y debe dar testimonio de la fe, encontrar muchas personas, debatir, opinar, informar y cumplir una tarea evangelizadora, puesto que es en ellos donde hoy en día se encuentra la gente, particularmente los jóvenes, para entablar relaciones y comunicarse. Sin embargo esto no significa que haya que poner exclusivamente contenidos abiertamente religiosos en las plataformas de los diversos medios, «sino también dar testimonio coherente en el propio perfil digital y en el modo de comunicar preferencias, opciones y juicios que sean profundamente concordes con el Evangelio, incluso cuando no se hable explícitamente de él. Asimismo, tampoco se puede anunciar un mensaje en el mundo digital sin el testimonio coherente de quien lo anuncia» (ib.).

La nueva evangelización debe estar encaminada a hacer posible que el hombre y la mujer de esta sociedad secularizada vuelvan a sentir la alegría de la presencia y de la cercanía del amor de Dios en sus vidas

Nueva en su expresión: se trata de buscar un lenguaje que, sin traicionar el sentido profundo de los misterios de nuestra fe, sea comprensible al mundo presente y se adapte a las diversas situaciones y a las diversas culturas. Esto exige revitalizar los lenguajes tradicionales que se han utilizado en la catequesis, en la liturgia y en los demás medios de comunicación de la fe. La Iglesia debe entrar en diálogo con la cultura actual para romper las distancias que separan al hombre de hoy de las riquezas del Evangelio y hacerle sentir la cercanía y deseo de solidaridad y comunión que inspira la catolicidad de la Iglesia. Iglesia y cultura actual se necesitan mutuamente. Al respecto el cardenal Dulles dice que ahí donde la cultura permanece cerrada y hostil al Evangelio, la fe no puede expresarse plenamente, como tampoco la cultura puede alcanzar su potencial pleno. Para superar estas dificultades la Iglesia debe buscar métodos para proponer el Evangelio que sean efectivos en la cultura existente (cf. Evangelization for the Third Millennium, Paulist Press, Nueva York, 2009, p. 36).

La nueva expresión exige, por consiguiente, que sea algo vivencial y, por lo tanto, es muy necesario que quien evangeliza dé testimonio con su vida y sea coherente con la fe que profesa. En los comienzos de la Iglesia los primeros cristianos convencieron por su testimonio de vida; por el servicio desinteresado a los demás y por el amor que se tenían; así fue creciendo la comunidad (cf. Hch 2, 42-47). El cardenal Ratzinger afirmaba: «La nueva evangelización, que tanta falta nos hace hoy, no la realizamos con teorías astutamente pensadas: la catastrófica falta de éxito de la catequesis moderna es demasiado evidente. Sólo la relación entre una verdad consecuente consigo misma y la garantía en la vida de esta verdad, puede hacer brillar aquella evidencia de la fe esperada por el corazón humano; sólo a través de esta puerta entrará el Espíritu en el mundo» (Mirar a Cristo, EDICEP 1990, p. 38).

Estas nuevas expresiones no se refieren exclusivamente a las palabras que se utilizan para comunicar verbalmente, sino que hacen referencia también al lenguaje que brota del «mandamiento nuevo», del mandamiento del amor, que convoca al diálogo, al servicio, a la solidaridad, a la búsqueda de la justicia, de la igualdad y de la promoción humana. La nueva evangelización, recordaba Juan Pablo II, debe incluir, por lo tanto, entre sus elementos esenciales el anuncio de la doctrina social de la Iglesia, que sirve para indicar el recto camino a la hora de dar respuesta a los grandes desafíos de la edad contemporánea (cf. Centesimus annus, 5). A lo largo del último siglo se ha hecho cada vez más claro que una auténtica conversión incluye un compromiso con el bien común. El Sínodo de los obispos de 1971 afirmaba que «la acción en favor de la justicia y la participación en la transformación del mundo se nos presenta claramente como una dimensión constitutiva de la predicación del Evangelio, es decir, la misión de la Iglesia para la redención del género humano y la liberación de toda situación opresiva» (II Asamblea del Sínodo de los obispos, 1971, Justicia en el mundo, Introducción).

La Iglesia, por lo tanto, está llamada a transmitir la «novedad» siempre actual del Evangelio, «novedad» antigua y perennemente nueva, esa novedad que parte de la persona misma de Jesús y de su anuncio de la llegada del Reino en medio de nosotros. Se trata de presentarla con alegría y entusiasmo, pues la Palabra que se anuncia ha de encarnarse en nuestra cultura y ha de llenar de entusiasmo y esperanza a quien la escucha.

OCTAVIO RUIZ ARENAS

Arzobispo secretario del Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización

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